La vieja mesa de madera bulle bajo el mantel. La habitación.
Gente. Luz. Gritos. Todo se arremolina en torno, como en un ritual antiguo.
Nada que hacer, órdenes de proa de la mesa. Una tensión fugaz se puede cortar
en el aire, o quizás son los cristales de la lámpara que trajimos de Hermosilla
36 que tintinean con el paso de manos y cabezas; o el sonido de las sillas
acercándose a la mesa. La conversación estalla como pompas de jabón
atropelladas, con un sonido húmedo, que va dejando siempre con la palabra en la
boca. Sonrisas, risas, carcajadas, murmullos, bromas, collejas, chistes. Todo
atraviesa en el viejo comedor chispeando al pasar. Juguetes, palabras, comida o
incluso un niño de un regazo. Las palabras fluyen como una melodía folk, como a
saltos, y se va apagando hasta convertirse en una nana.Mientras, la habitación
se oscurece en un brillo artificial y los las últimas migas dan paso a los
cafés y estos, a los susurros, los chistes malos y las carcajadas estrepitosas a
coro. Y luego, como queriendo retrasar la despedida, empiezan a desfilar uno
tras otro, dulces y helados. Quizá una buena tarrina o el sonido que hace al
abrirse el papel de la pastelería, que suena como la gula del amor familiar.Y
finalmente, una pincelada en el aire que flota como en un recuerdo es todo lo
que queda del momento, o las huellas chocolateadas de un niño en el mantel.
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