sábado, 16 de junio de 2012

Ahn.


Un año. Un año que despegó, que ha seguido volando desde que te fuiste. En el Jardín ya florecen las rosas de pitiminí; sigo sin estar segura, pero sigo soñando. No te pude decir que entré en la facultad ni que vamos a ser una prima mas, de nuevo. No te voy a engañar, te echamos de menos. Llévame; vuelve un rato y cógeme del brazo, solo un rato. Quiero volver a las excursiones al río, donde todo huele a hierbabuena y mis pies son pequeños. Donde hay risa y mucho color. Llévame de vuelta a las flores, a las tardes en el jardín. Quiero volver a la ilusión, a la magia. A la armónica y a los aperitivos. Y cuando te vayas despídete de todos, como cuando acaba una fiesta, solo que nunca mas vas a volver. De todos, menos de los recuerdos, se quedan flotando mientras tu te alejas en tu barco, sin decírselo a nadie, al son de una canción.










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367 días. Tal día como este jueves, hace un año se fue una persona que consideraba imprescindible en mi vida. Tuvo que ser mientras todos dormíamos cuando la llama de su vida se apagó de repente, como un suspiro silencioso, y nos dejó. Oí a mi hermana llorar, pero hacía casi una semana que sufría del síndrome postselectividad, por lo que fue mi madre la que me tocó el hombro para despertarme llorando. Era Martes. Recuerdo que al principio pensé que era una ensoñación, quizás un mal sueño, como el final de un videojuego en el que todo va a cámara lenta. Aquel fin de semana habíamos reído todos juntos en el Jardín y en seguida pensé en mi abuela y lloré en mi cama durante media hora o mas tiempo, no lo sé. Tiempo. Cuando me levanté, no había nadie en mi casa; no se como, mi madre, mi hermana…todos habían sacado fuerzas para ir a sus respectivos trabajos o colegios. Menos yo. Me quedé sentada en la cama, con lágrimas en los ojos, mirando el vestido que había puesto encima de la silla el día anterior tratando de dilucidar que zapatillas ponerme para ir hoy la cena de clase, y me pareció todo tan estúpido que no quise creerme nada. Es extraño como la vida te puede cambiar en un segundo, en una noche, sin que nadie se atreva ni siquiera a preguntarte y sin que lo veas venir ni de lejos; y como te sientes absolutamente víctima del destino y lo único que tienes ganas es de llorar de egoísmo y de rabia hasta que te canses. Desayuné, saqué al perro, incluso hice ejercicio y me duché. Y le vi, en esa caja de madera, maldita caja, a mi abuelo, mi abuelito. Quise llorar, suplicarle que volviera a enseñarme a tocar la harmónica y a hacer magia para mi, a hacer la paella de los domingos y a llamarme por mi nombre de pequeña. Aún oía su voz. Vi a un hombre de unos 80 años llorar y egoístamente me sentí formalmente humana mientras se me encogía el corazón. Miré en torno, sentí cada palmo del salón de mis abuelos y supe que nunca, nunca jamás lo vería igual. Un par de gilipollas de origen desconocido para mi estaban sentados en el sofá prohibido de mi abuela; no quise preguntar. Cuando muere una persona en tu vida a la que quieres, como a una pieza genuina, como a un padre, llegas a preguntarte muchas cosas. Le quise como a un padre desde que tengo memoria, formando parte de cada recuerdo de mi infancia, y de alguna manera tu cerebro, y después tu mente es consciente de lo que significa perder a alguien y pierdes el control sobre los sentimientos que predicen lo que se avecina: lo mucho que lo vas a echar de menos. Cuando me acerqué a él por última vez sentí como se colapsaba el mundo a mi alrededor. Objetivamente, no es para tanto, pero cuando miré sus dedos, me fijé que sus yemas estaban moradas; quise tocarle, pero me faltó el valor. Paloma me hizo rezar un rosario con ella, pero no me sentí mejor. “¿Sabías que era mi padrino?” “¿Sabías que era mi abuelo?”, le contesté, intentando sonreír. Personalmente, no tengo dudas; me dolía el peso del tiempo, de la vida, del espacio que ocupó en mi vida y que nada podría remplazar nunca, de la muerte. Celebramos una misa en la mesa del comedor, donde habíamos compartido tantísimas cosas; Cris me abrazó y me marché. Me marché a una cena con mi dichoso vestido de flores y las zapatillas, intentando hacer que no había pasado nada y lo único que conseguí fue llorar de nuevo ante mis amigas. Muchos cleenex después, las lágrimas se apagaban según transcurría la noche y la comida. Aquella noche, en mi cama, sola, recé y lloré de nuevo largo rato más. Y hablé con él. Al despertar, por unos segundos soñé que no había pasado nada.









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