La vida, la vie.
Aquel verano, aquel verano fue auténtico. Mitch encontró un trabajo en una
tienda pequeña en la calle Mayor a jornada parcial y nos invitaba casi todas
las noches. Lucas volvió de Canadá y nos alimentó toda la estación con
anécdotas, y más anécdotas. Inauguramos la tradición de subir a la Colina cada mes
de Agosto y pasar allí el atardecer. Nos
bañamos en el río hasta septiembre y presenté a María a Juan sin saber que
sería su futuro marido. El grupo dio su primer concierto en el Orly porque
había que ganar algo de dinero y la frutería de la madre de Jenn se recuperó
después del incendio. Llegamos a pasar 4 horas y media jugando al Pro y 6 mirando
las estrellas y sus lágrimas en San Lorenzo. Mat consiguió la beca para
estudiar en Madrid y yo aprender a tocar la guitarra. Colgué la hamaca entre
los árboles del jardín de atrás y me pasaba las tardes en ella. La abuela dejó
de fumar y me enseñó a cocinar, y sin darme cuenta, acabé tomando el sol con
Jenn en la hierba de su jardín. Los ensayos se convirtieron en discusiones y
las discusiones en música. Pitia se compró un perro que llevábamos a las
excursiones al río y comí el mejor melón con jamón que comería en mucho tiempo.
Simplemente, fue como uno de esos momentos en los que el tiempo se mueve a
cámara lenta, ves todo pasar en tonos tibios, como lomografía. Este se nos
alargó un poco, pero terminó acabando, como todos. Cuando octubre me hizo guardar
los pantalones de verano, me había hecho un poquito más viejo.
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