Cuando Lisa se marchó era sábado. Parecía una broma macabra,
pero llevaba el vestido verde que se había comprado conmigo. Y yo solo podía sonreír
al verla en aquella salita de la tienda bailando para mí tras la cortina. Un
perdón, un beso y un adiós. Creo que es mejor torturarme recordando la última
sonrisa que me regaló, que empezar a hacerme preguntas poco constructivas sobre
sus verdaderos sentimientos desde aquel “Close to Me”. Sinceramente, debería
haberlo sabido. Para ser exactos, creí que me necesitaba más. Nunca compuso una
canción para mí. Nunca se saltó un semáforo para correr a abrazarme. Y sobre
todo, no sonrió el otro día cuando la invité a tortitas y le dije que quería
engordarla, como siempre. Y lo peor es que no he sabido verlo. Maldito idiota. Otra
vez, justo cuando creía que era ella. No, lo peor es lo que me queda esperar,
que es nada. Solo acordarme de sus rizos de color almendra en primavera. Y de sus
pequitas. Y yo, vagando en pena, escondiendo las lágrimas y lanzando los brazos
alrededor de Paris.
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